miércoles, 9 de marzo de 2016

REVELACIONES

Intenté expresar esto a través de un poema, pero el resultado fue desastroso. Cuando por fin escribo con cierto juicio y dedicación me sorprende que resulten textos tan feos, mediocres y sin gracia. Debería dedicarme a la carpintería. Como sea, prosigamos.

La angustia y el tedio se apoderaron de mi cuarto. Anidaron como dos aves negras, y en mi cama construyeron el imperio de la desesperación.  Presa del miedo abrí de par en par mis puertas y ventanas, invitando al sol, al viento y a la nube a pasar, buscando su frescura, su luz y liviandad. Los dos primeros siguieron su raudo recorrido hacia el inconmensurable infinito, la tercera simplemente se quedó retozando.  Yo, como buen arribista, o solamente para escapar de mi asfixiante habitación, salí corriendo en busca del poderoso, el rápido y la tranquila, encontrando únicamente su rastro efímero sobre un gran lienzo azul.

Ordené entonces mis pasos y los encaminé en una línea recta hacia el más lejano occidente, sabiendo que al cruzar la avenida encontraría un par de casas más, el parque, y luego la reja que marcaba el fin de la ciudad y el inició de los últimos resquicios  de ‘vida salvaje’. Justo al cruzar la fachada de la última casa me encontré de frente con un papagayo petrolífero, extraña criatura mitológica, producto del reciclaje artístico de los desechos producidos por la industria automovilística. Lo observé durante un buen tiempo, mientras intentaba establecer algún código común entre mi acongojada presencia y la de las plantas que morían en su espalda. Al encontrarme con el silencio propio de una criatura con pico de madera, decidí continuar con mi marcha.

No pasó mucho tiempo hasta ver criaturas y conjuntos que llamaran mi atención. Un delantero que era su propio arquero, un jardín sin delicias y un paraíso sin dios, un cerebro de bermudas negras que levantaba la totalidad de su bulbo raquídeo y un voyerista que le miraba mientras hablaba por teléfono. Todo iba bien hasta que encontré tres plantas de ortiga: el presagio de la desgracia venidera, el profundo trauma de la infancia.

Recordé de inmediato aquella ocasión cuando una tía me jugó una cruel jugarreta. Tomando una hoja de ortiga, y sabiendo de mi ingenuidad infantil (que persiste hasta el sol de hoy), me dijo con ternura que aquella planta causaba efectos muy divertidos al contacto. Sin esperar a que yo diera alguna respuesta, la estampó contra mi mano con un sonoro aplauso. Acto seguido emití un leve grito y la frustración recorrió mi cuerpo ¿Por qué? ¿A quién había fastidiado yo para ser castigado de esta manera? Acababa de regresar del martirio que representaba para mi joven yo tener que ir a patinar, que en realidad más que ir a patinar era ir a ser sometido a humillaciones por mi desastroso estado físico (cosa que también persiste hasta el sol de hoy), y estaba aliviado por poder regresar finalmente a casa para descansar. Pues bien, al llegar a casa de mis tíos, el abuelo de mis primos, hoy con su cuerpo casi paralizado, ayer un anciano enérgico y jovial, me dijo que era tradición en su época orinar sobre la mano para calmar la molesta sensación de la ortiga. Ni corto ni perezoso me dirigí al baño, bajé mi bragueta y el tibio líquido amarillo mojó toda mi mano. Por un momento sentí el alivió del que hablaba el anciano, pero luego de juagar la maloliente extremidad la molestia regresó y no me dejó hasta el día siguiente.

El recuerdo no tomó más de dos segundos de mi persecución, pero fue un aviso más impresionante que una señal de amarillo sobre negro. Y sin embargo seguí adelante, a sabiendas de que al atravesar el parque, al bordear la cerca, me esperaría la desgracia. La vida, con sus misteriosas formas de trabajar, puso frente a mí una señal más clara que también decidí pasar por alto, y que de una u otra forma me preparó para lo que venía. Un feo y minúsculo perro olió mi tristeza y empezó a ladrarme desde lo lejos. Su dueña, una mujer regordeta de leggins negros y chaqueta fucsia regañó al canchoso, pero este la ignoró ya que su odio intrínseco a la melancolía lo impulsaba a atacarme. Después de varios intentos, la dueña decidió amarrarlo y entrarlo a la casa. Cuando finalmente observé, después del andén donde descansaba aquella adorable pareja, había por lo menos diez (10) perros oliéndose los culitos y descansando en la yerba… y hacía allá me dirigía. Era en este sentido advertencia e inducción a la vez. Si daba vuelta o si seguía adelante estaba bien, ya estaba advertido.

Recordé de inmediato otro de los significativos traumas de mi infancia: mi infundado miedo hacia los perros. Dice mi abuela que cuando pequeño yo era un amigo inseparable de los canes. Tanto, que muchas veces al ver un perrito callejero me abalanzaba sobre él con especial alegría y ternura. Pero un día, no sé cómo ni cuándo, las cosas cambiaron. Empecé a temerles profundamente, a pestañear con sus ladridos, a huir de sus atléticas extremidades y de sus filosas y húmedas fauces. Durante un par de periodos de mi adolescencia temprana intenté superar este miedo, pero la cura fue peor que la enfermedad. Un french-poodle intentó morderme después de un torpe acercamiento callejero, casi idéntico al que he utilizado con las mujeres durante mi corta vida sexual. Así que decidí alejarme del tema (del de los perros) a través de la ignorancia premeditada. Al ver un perro simplemente lo pasaba de largo, sin mirarlo a los ojos, que es lo que más los ofende. Ahora, con diez perros en frente mío, no puedo sino ignorarlos por diez.

Y sin embargo mi pulso se aceleró considerablemente.

Pensé en que los perros huelen el miedo, pero porque uno lo expresa corporalmente, así que conscientemente erguí mi espalda y llené de aire mis pulmones, para pasar por valiente caballero en medio de  fieras bestias. Y debo reconocerlo, algunos entendieron el mensaje y se limitaron a ignorarme de la misma manera que yo a ellos.  Pero no todos lo hicieron. A la mitad de mi recorrido, ya cruzando el parque para llegar al estacionamiento y posteriormente a la avenida que me llevaría de nuevo a casa, uno de los perros se abalanzó contra mí, ladrando, jadeando y mostrando los dientes. Continué ignorándolo hasta que otro can, animado por la conducta de su compañero, empezó a imitarle en ruido y agresividad. Otra fea señora regaño al segundo perro, quien se entró inmediatamente a su casucha para seguir ignorándome.

Sin embargo el primer perro continuó con su despliegue de ira. Salió a correr, tomó impulso y se abalanzo de nuevo contra a mí, esta vez convencido de lo que iba. Ladró una y otra vez, y ante la indiferencia de mi cuerpo, mandó a morderme una nalga. Escapé por unos centímetros, pero mi pantalón alcanzó a rasgarse. Le miré de reojo, era solo un perro, y yo un gigante atormentado ¿Por qué? ¿Por qué hacerle esto a un tipo que solo está caminando por la calle, con sus aspas rotas y su saco al revés?

No sé, supongo que soy tan amargado que hasta los perros, paladines de la más pura felicidad, me odian.

Y es que soy tan débil, tan mediocre, tan abúlico, tan cobarde que ni si quiera pensé en ahuyentar al perro que me acosaba. Curiosamente, es justo esta conducta la que define el resto de mis acciones en la vida, una completa dejación, el miedo y la pereza a la confrontación, a la oposición, a la construcción de sentido a partir del choque. Es por eso que el viento, el sol y la nube me ignoraron por completo. Porque son auténticos, vivos, poderosos. Tanto, que no tienen tiempo para ahuyentar las displicentes amistades de un patético arribista atormentado. Mientras el perro seguía mostrando sus dientes de marfil maloliente yo pensaba en mi debilidad presente y absoluta. Ni aun después de casi haber sido mordido reaccioné. Quizás ni si quiera hubiera peleado por mi vida después de haber perdido un pedazo de pierna por un mordisco.  Mi pusilánime existencia no estaba hecha para la supervivencia.

El perro no se dio por vencido, así que después de yo haber cruzado la esquina se abalanzó una vez más. Esta vez, para mi fortuna, pasaba por ahí un viejo camionero de contextura gruesa y bigote de testosterona. Hombre adulto y curtido, seguramente precursor de experiencias que han arriesgado su vida y la de sus congéneres; borracho y grosero, todo un ejemplar masculino de nuestra especie. Y fue él, y no yo, paradigma de la racionalidad, quien con un leve movimiento de mano y la actitud propia de un líder, mandó al perro a que se fuera a otro lado, no porque me estuviera atacando, sino porque con sus ladridos fastidiaba la tertulia que levaba a cabo con sus amigos conductores.
Ignoré también a estos especímenes, ya que la cobardía había invadido la red de mi cerebro y había hecho las conexiones que corroboraban la esencia de mi espíritu: una completa falta de pasión, inclusive por la vida misma.   


Recorrí con pena el camino de regreso a mi casa. Cuando entré a mi habitación el tedio se había marchado, seguramente a traer el alimento de la angustia. En el nido sobre mi cama, dos huevos moteados que son la reencarnación de mi propio mal. Los corro hacia los pies de la cama y acomodo mi cuerpo de tal forma que no toque los cascarones metálicos. La angustia me mira con atención, esperando a ver mis movimientos. Decido ignorarla a ella también, y veo como por mi ventana el sol, el viendo  la nube siguen con su carrera hacia el infinito. Cierro los ojos sabiendo que nunca seré participe de su competición, que mi lugar es aquí, en mi habitación, empollando la cobardía y el terror para que un día salgan a volar con mi espíritu acongojado que solo busca un poco de obscura comprensión. 

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