El choque del Airbus 320 de
Germanwings en los Alpes franceses ha causado conmoción alrededor del mundo. Según
las investigaciones, el responsable del siniestro fue el copiloto de la
aeronave, Anderas Lubitz, quien aprovechando la salida del piloto al baño,
bloqueó la puerta de la cabina e intencionalmente activó el mecanismo de
descenso ocasionando el choque.
Según las cajas negras, el piloto,
junto con algunos pasajeros, intentaron desesperadamente abrir la puerta de la
cabina del avión. Dicen los diarios que en las grabaciones se escucha la alarma
de pérdida de altitud y los gritos angustiosos de los pasajeros. Luego de 8
minutos, la aeronave se estrella a más de 700 Km/h contra los Alpes, desintegrándose
con 150 personas en su interior.
Una bomba mediática estalla. Junto
a las investigaciones, los medios divulgan el proceso que llevan las
autoridades. Luego de haber descartado un atentado terrorista o una falla mecánica
toda la culpabilidad recae sobre el copiloto. Las cajas negras han hablado. El
silencio que guarda Andreas en las grabaciones, mientras el capitán intenta
forzar la puerta lo dice todo.
La vida de Andreas se transforma ahora en el
eje central del suceso. La gente discute, lanza hipótesis, se pregunta, se
indigna, se sorprende, se ofende. En las cadenas televisivas hablan los
pilotos, los psiquiatras, los presidentes y los técnicos. Los índices de
audiencia suben, el suceso logra alimentar la morbosa necesidad de las masas
por misterio, por intriga; no hay mejor telenovela que la realidad. Todos se
preguntan: ¿Cómo un tipo común y corriente termina estrellando un avión lleno
de personas en medio de los Alpes? ¿Qué clase de monstruo era el copiloto para
estrellar un jodido avión contra las montañas? ¿Qué clase de enfermo se quita
la vida junto con 149 personas inocentes?
El mundo juzga a Andreas, por
enfermo, por loco, por villano.
Para mí, Andreas oscila entre el mártir
y el héroe.
Él representa lo que significa
vivir y morir en el universo caótico; ser víctima de la cruel y deshumanizante maquinaria
a la que nos hemos sometido por voluntad propia; ser un héroe devastador y
valiente, rompiendo con todos los esquema morales y sociales, tomando las riendas de la libertad, con la
clara consciencia de las repercusiones de sus actos.
La gente se preocupa justamente
por las consecuencias de su accionar, buscan encontrar los motivos que lo
llevaron al suicidio y al asesinato. Pero intentar de comprender estas acciones
es fútil, ya que en la lógica interna de este fenómeno no podemos encontrar
sino las contradicciones propias de lo que significa ser humano, es decir, ser
caos organizado. Las razones nunca serán suficientes: desprendimiento de la
retina, frustración profesional, sensación de mediocridad existencial,
necesidad de reconocimiento, inconformidad frente al establecimiento, depresión
clínica... Las investigaciones seguirán
y se descubrirá más y más sobre su personalidad y sus dolencias, pero nadie
podrá entender la suma de factores que llevaron a tal desenlace.
Y no se podrá comprender, además,
porque serán los mismos causantes del mal de Andreas quienes juzguen el hecho. Y
estos no se verán a sí mismos reflejados, sino que verán el rostro de un sujeto
triste y agobiado que increíblemente logró pasar desapercibido todos sus estándares
y pruebas de felicidad y funcionalidad para recordarles con una estrepitosa
explosión en medio de los Alpes que él es el hijo legitimo hijo de la angustia
y del sinsentido. El hijo del mundo contemporáneo.
Su regalo en forma de explosión nos ha llegado como un recordatorio del
ahogamiento al que nos conduce este mundo corporativizado, feliz, organizado y
eficiente.
Así mismo, otro punto en verdad
interesante no es el hecho de que las personas al interior de la aeronave hayan
muerto, porque gente muere todos los días, sino la experiencia que tuvieron
antes de morir. Andreas le regaló a la tripulación los 8 minutos más intensos
de todas sus vidas. Sus últimos 8 minutos para que se debatieran entre la
rendición ante el fatídico destino o la lucha inútil contra la puerta de seguridad.
8 minutos en los que la incertidumbre de desaparecer al siguiente segundo inundó
las tripas y las consciencias de los tripulantes. 8 minutos para pensar en el
pasado, el presente y el inmediato y trágico futuro.
Creo que todos deberíamos tener 8
minutos como los que tuvo la tripulación del Airbus 320; 8 minutos para
reencontrar nuestra vida, escondida bajo la pesada farsa de las instituciones,
el dinero y las posiciones sociales.
Y sin embargo él no flaqueo
frente a los ruegos agónicos del capitán y el resto de la tripulación, sabía
que una vez tomada la decisión ya no había marcha atrás, por eso no abrió la
puerta. Sabía que, junto con su muerte, también se irían 149 personas con
familias, sueños y proyectos.
“¡Por el amor de Dios, abre la
puerta!” Gritaba el piloto. ¿Amor a Dios? ¿Cuál Dios? ¿Acaso estuvo ahí para
rescatar a todos esos inocentes pasajeros? Contemplen el abandono de las
deidades.
Sinceramente, el valor de Andreas
Lubitz no tiene comparación. Muchos dicen que un suicida es un cobarde, pero en
realidad es el mayor y único acto de verdadero valor que uno puede realizar en
la vida; más si es llevándose a 149 (y si es posible más) personas en el
proceso. Cualquiera que diga que Andreas es un cobarde es un mentiroso, un
pobre aficionado a los discursos de mediocridad optimista.
En fin, quizás lo más loable de
todo es que Andreas no hizo lo que hizo en nombre de alguna causa ideológica o política.
No hubo discursos más grandes que si mismo y su dolor. A fin de cuentas, lo
hizo en nombre de su desesperación, lo hizo en el silencio de la convicción,
impulsado por la inagotable angustia propia de la humanidad.
Él es mucho más que un caso psiquiátrico,
un enfermo mental. Andreas Lubitz es un profeta de nuestro tiempo.