Intenté expresar esto a través de
un poema, pero el resultado fue desastroso. Cuando por fin escribo con cierto juicio
y dedicación me sorprende que resulten textos tan feos, mediocres y sin gracia.
Debería dedicarme a la carpintería. Como sea, prosigamos.
La angustia y el tedio se
apoderaron de mi cuarto. Anidaron como dos aves negras, y en mi cama
construyeron el imperio de la desesperación.
Presa del miedo abrí de par en par mis puertas y ventanas, invitando al
sol, al viento y a la nube a pasar, buscando su frescura, su luz y liviandad.
Los dos primeros siguieron su raudo recorrido hacia el inconmensurable infinito,
la tercera simplemente se quedó retozando.
Yo, como buen arribista, o solamente para escapar de mi asfixiante
habitación, salí corriendo en busca del poderoso, el rápido y la tranquila,
encontrando únicamente su rastro efímero sobre un gran lienzo azul.
Ordené entonces mis pasos y los
encaminé en una línea recta hacia el más lejano occidente, sabiendo que al
cruzar la avenida encontraría un par de casas más, el parque, y luego la reja
que marcaba el fin de la ciudad y el inició de los últimos resquicios de ‘vida salvaje’. Justo al cruzar la fachada
de la última casa me encontré de frente con un papagayo petrolífero, extraña
criatura mitológica, producto del reciclaje artístico de los desechos
producidos por la industria automovilística. Lo observé durante un buen tiempo,
mientras intentaba establecer algún código común entre mi acongojada presencia
y la de las plantas que morían en su espalda. Al encontrarme con el silencio
propio de una criatura con pico de madera, decidí continuar con mi marcha.
No pasó mucho tiempo hasta ver
criaturas y conjuntos que llamaran mi atención. Un delantero que era su propio
arquero, un jardín sin delicias y un paraíso sin dios, un cerebro de bermudas
negras que levantaba la totalidad de su bulbo raquídeo y un voyerista que le
miraba mientras hablaba por teléfono. Todo iba bien hasta que encontré tres
plantas de ortiga: el presagio de la desgracia venidera, el profundo trauma de
la infancia.
Recordé de inmediato aquella ocasión
cuando una tía me jugó una cruel jugarreta. Tomando una hoja de ortiga, y
sabiendo de mi ingenuidad infantil (que persiste hasta el sol de hoy), me dijo
con ternura que aquella planta causaba efectos muy divertidos al contacto. Sin
esperar a que yo diera alguna respuesta, la estampó contra mi mano con un
sonoro aplauso. Acto seguido emití un leve grito y la frustración recorrió mi
cuerpo ¿Por qué? ¿A quién había fastidiado yo para ser castigado de esta
manera? Acababa de regresar del martirio que representaba para mi joven yo
tener que ir a patinar, que en realidad más que ir a patinar era ir a ser sometido
a humillaciones por mi desastroso estado físico (cosa que también persiste
hasta el sol de hoy), y estaba aliviado por poder regresar finalmente a casa
para descansar. Pues bien, al llegar a casa de mis tíos, el abuelo de mis
primos, hoy con su cuerpo casi paralizado, ayer un anciano enérgico y jovial, me
dijo que era tradición en su época orinar sobre la mano para calmar la molesta
sensación de la ortiga. Ni corto ni perezoso me dirigí al baño, bajé mi
bragueta y el tibio líquido amarillo mojó toda mi mano. Por un momento sentí el
alivió del que hablaba el anciano, pero luego de juagar la maloliente
extremidad la molestia regresó y no me dejó hasta el día siguiente.
El recuerdo no tomó más de dos segundos
de mi persecución, pero fue un aviso más impresionante que una señal de
amarillo sobre negro. Y sin embargo seguí adelante, a sabiendas de que al
atravesar el parque, al bordear la cerca, me esperaría la desgracia. La vida,
con sus misteriosas formas de trabajar, puso frente a mí una señal más clara
que también decidí pasar por alto, y que de una u otra forma me preparó para lo
que venía. Un feo y minúsculo perro olió mi tristeza y empezó a ladrarme desde
lo lejos. Su dueña, una mujer regordeta de leggins negros y chaqueta fucsia
regañó al canchoso, pero este la ignoró ya que su odio intrínseco a la
melancolía lo impulsaba a atacarme. Después de varios intentos, la dueña
decidió amarrarlo y entrarlo a la casa. Cuando finalmente observé, después del andén
donde descansaba aquella adorable pareja, había por lo menos diez (10) perros
oliéndose los culitos y descansando en la yerba… y hacía allá me dirigía. Era
en este sentido advertencia e inducción a la vez. Si daba vuelta o si seguía
adelante estaba bien, ya estaba advertido.
Recordé de inmediato otro de los
significativos traumas de mi infancia: mi infundado miedo hacia los perros.
Dice mi abuela que cuando pequeño yo era un amigo inseparable de los canes.
Tanto, que muchas veces al ver un perrito callejero me abalanzaba sobre él con
especial alegría y ternura. Pero un día, no sé cómo ni cuándo, las cosas
cambiaron. Empecé a temerles profundamente, a pestañear con sus ladridos, a
huir de sus atléticas extremidades y de sus filosas y húmedas fauces. Durante
un par de periodos de mi adolescencia temprana intenté superar este miedo, pero
la cura fue peor que la enfermedad. Un french-poodle intentó morderme después
de un torpe acercamiento callejero, casi idéntico al que he utilizado con las
mujeres durante mi corta vida sexual. Así que decidí alejarme del tema (del de
los perros) a través de la ignorancia premeditada. Al ver un perro simplemente
lo pasaba de largo, sin mirarlo a los ojos, que es lo que más los ofende.
Ahora, con diez perros en frente mío, no puedo sino ignorarlos por diez.
Y sin embargo mi pulso se aceleró
considerablemente.
Pensé en que los perros huelen el
miedo, pero porque uno lo expresa corporalmente, así que conscientemente erguí
mi espalda y llené de aire mis pulmones, para pasar por valiente caballero en
medio de fieras bestias. Y debo
reconocerlo, algunos entendieron el mensaje y se limitaron a ignorarme de la
misma manera que yo a ellos. Pero no
todos lo hicieron. A la mitad de mi recorrido, ya cruzando el parque para
llegar al estacionamiento y posteriormente a la avenida que me llevaría de
nuevo a casa, uno de los perros se abalanzó contra mí, ladrando, jadeando y
mostrando los dientes. Continué ignorándolo hasta que otro can, animado por la
conducta de su compañero, empezó a imitarle en ruido y agresividad. Otra fea
señora regaño al segundo perro, quien se entró inmediatamente a su casucha para
seguir ignorándome.
Sin embargo el primer perro
continuó con su despliegue de ira. Salió a correr, tomó impulso y se abalanzo
de nuevo contra a mí, esta vez convencido de lo que iba. Ladró una y otra vez,
y ante la indiferencia de mi cuerpo, mandó a morderme una nalga. Escapé por
unos centímetros, pero mi pantalón alcanzó a rasgarse. Le miré de reojo, era
solo un perro, y yo un gigante atormentado ¿Por qué? ¿Por qué hacerle esto a un
tipo que solo está caminando por la calle, con sus aspas rotas y su saco al
revés?
No sé, supongo que soy tan
amargado que hasta los perros, paladines de la más pura felicidad, me odian.
Y es que soy tan débil, tan
mediocre, tan abúlico, tan cobarde que ni si quiera pensé en ahuyentar al perro
que me acosaba. Curiosamente, es justo esta conducta la que define el resto de
mis acciones en la vida, una completa dejación, el miedo y la pereza a la
confrontación, a la oposición, a la construcción de sentido a partir del
choque. Es por eso que el viento, el sol y la nube me ignoraron por completo.
Porque son auténticos, vivos, poderosos. Tanto, que no tienen tiempo para
ahuyentar las displicentes amistades de un patético arribista atormentado.
Mientras el perro seguía mostrando sus dientes de marfil maloliente yo pensaba
en mi debilidad presente y absoluta. Ni aun después de casi haber sido mordido
reaccioné. Quizás ni si quiera hubiera peleado por mi vida después de haber
perdido un pedazo de pierna por un mordisco.
Mi pusilánime existencia no estaba hecha para la supervivencia.
El perro no se dio por vencido,
así que después de yo haber cruzado la esquina se abalanzó una vez más. Esta
vez, para mi fortuna, pasaba por ahí un viejo camionero de contextura gruesa y
bigote de testosterona. Hombre adulto y curtido, seguramente precursor de
experiencias que han arriesgado su vida y la de sus congéneres; borracho y
grosero, todo un ejemplar masculino de nuestra especie. Y fue él, y no yo,
paradigma de la racionalidad, quien con un leve movimiento de mano y la actitud
propia de un líder, mandó al perro a que se fuera a otro lado, no porque me
estuviera atacando, sino porque con sus ladridos fastidiaba la tertulia que
levaba a cabo con sus amigos conductores.
Ignoré también a estos
especímenes, ya que la cobardía había invadido la red de mi cerebro y había
hecho las conexiones que corroboraban la esencia de mi espíritu: una completa
falta de pasión, inclusive por la vida misma.
Recorrí con pena el camino de
regreso a mi casa. Cuando entré a mi habitación el tedio se había marchado,
seguramente a traer el alimento de la angustia. En el nido sobre mi cama, dos
huevos moteados que son la reencarnación de mi propio mal. Los corro hacia los
pies de la cama y acomodo mi cuerpo de tal forma que no toque los cascarones
metálicos. La angustia me mira con atención, esperando a ver mis movimientos.
Decido ignorarla a ella también, y veo como por mi ventana el sol, el
viendo la nube siguen con su carrera
hacia el infinito. Cierro los ojos sabiendo que nunca seré participe de su
competición, que mi lugar es aquí, en mi habitación, empollando la cobardía y
el terror para que un día salgan a volar con mi espíritu acongojado que solo busca
un poco de obscura comprensión.