No hay
tranquilidad ni rayos radioactivos. Solo un violento deseo, un deseo animal por
poseer cuerpo y consumirlo. Solo la desesperanza de ser un inútil sin remedio
ni cura.
La mirada
indiscreta por entre el escote. Unos ojos que bajan y observan atentos, durante
una milésima de segundo, antes que ella levante la mirada. El color del brasier
y el voluptuoso contenido que protege. Puede que sean pequeños limoncitos,
estrujados y succionados por algún gigante virtual e internacional; o unos
generosos duraznos mordisqueados por un sucio cirquero de sonrisa hipócrita y
perpetua. Serán quizás unas minúsculas nueces apenas toqueteadas por un músico poliglota,
o un grande y bendito par de melones manoseado por casi toda escena de la
ciudad. Puede que sean una pareja de lindos tomates verdes, palpados únicamente
por su solitaria dueña; o los firmes cocos de una morena entregada a los
números humanos.
En todo caso no importa, aquellos pechos han sido degustados,
probados y saboreados por hombres que no son yo. Y si hubiera sido yo, me
hubiera mantenido entre ellos durante toda una eternidad, retozando
tranquilamente entre esos montes frutales de aromas particulares y formas
curiosas, hasta que una suave mano me ordenará caer en el sueño eterno o
dedicarme al trabajo para el cual que he sido encomendado desde el principio de
los tiempos, cuando se formó entre mis piernas este inquieto aparato profanador
de oscuras, profundas y húmedas tumbas.
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