Aveces pienso, mujer, te vas acostumbrando a andar por el filo del silencio, contagiada por el susurro colorido de un teléfono con marcación de doble tono, como pitido de araña agarrada a la cama. Y de qué voy, si el billete me sale más caliente que las carcajadas, me tomo la palabra para decir que menosprecio cuándo los extraños se me acercan con cara de amistades, pero solo para hablar entre ellos de trivialidades como la modelo de una novela que a sus buenos cincuenta olvidarán por tener patas y hasta alas de gallo. Me pregunto que será de toda esta juventud, si no me la calzo en este instante. ¿Serían mis años latas vacías?
Las historias repetidas hablan de amar y vivir, le suelen contar el cómo de los porqués y barajan despacito con sutileza bandida que su alegría es un montoncito de nada asegurada, con berridos de bebé, esposos en corbata con secretaria incluida, un perro pequeño ladrándole a la vecina y un vestido descolgándose de las estrías mientras prepara la cena. Yo probé esas líneas, pero no me convencía amarrarme como bota de soldado antes de combate, me veo, me huelo, me tacto y no me siento como el guión de una tarde de Lunes.
Aprendí a caerme de lado, para que los golpes no dejarán moretón; debo muchos pesos a la doña, pero le debo más besos a esta boca. A los que esperan nunca les llega el tiempo, eso me lo repito, que no me llegue la pesadez arrugada, sin antes elegir llenarme con videitos de un pasado, que no se me caiga el pelo y las canas me aclaren, ya que mi razón no depende de mi coraza, pero si de cierto placer por ver una silueta fresca.
Tengo un sofá para apoyar mis tobillos cuando llueve y es lo que importa en este instante, no se me hacen hielo los dedos y mañana el reloj marcará la misma hora, con un día adicional.
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