sábado, 7 de noviembre de 2015

VALER LA PENA

En algún momento de mi adolescencia
y luego de haber negado a dios
(con dos pajas de esfínter ardiente
y medio litro de solitario aguardiente)
me di cuenta que mi vida
no era sino el remedo de una vida
el caparazón nacarino
de un frágil crustáceo sin exoesqueleto
la delgada membrana translucida
de un globo en una fiesta infantil.

Y luego de percatarme de ello
decidí que en mis poemas
o textos de naturaleza académica,
literaria o política,
 no utilizaría nunca más las palabras:
patético
ridículo
estúpido
por su clara naturaleza juvenil y pretenciosa
por su consensuado sentido refinado, irónico
y hasta poético.

Como es predecible, fallé en esta empresa.

Años después, quizás saliendo de esta etapa,
con la imagen nauseabunda de un dios muerto en mi cabecera
y doscientas cincuenta y tres fotografías y postales
pegadas en la pared
semejantes a las moscas y zancudos
que solemos estampar contra los muros
y que dejan su indeleble marca de sangre putrefacta,
pensé en la pregunta  esencial del universo
la vida y la existencia.

Aquella noche me pregunté:
¿Valía realmente la pena
estar ahí,
echado en la cama.
“existiendo”?
¿Qué estaba haciendo yo,
despreciable sujeto,
para que mi vida valiera la pena?
Es más,
¿Valía la pena desde un principio
intentar hacer que vivir  valiera la pena
sabiendo que a fin de cuentas
nada en el Universo
vale la pena?

Me dormí pensando la respuesta.

Así una y otra vez durante mil noches.

A la noche mil y una
llego a mí tan anhelada respuesta
como un trueno omnipotente
que traspasó, diáfano
las brumosas nubes de mi duda
y se resumía
de forma sintética y perfecta
en esta breve frase:


¡SANTIAGO, COMA MIERDA, CONSIGA TRABAJO!

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