S se quedó a fumarse un porro. Después de un par de pitadas
empezó a sentir la insustancialidad del mundo circundante. Sus pies, sus
brazos, su cara enrojecida por el frío, toda su materia corpórea se veía
reducida a una masa flotante en medio de un universo colosal lleno de
obscuridad. Ensimismado, S tomó una de las bicicletas que yacían sobre el
pastizal, miró a sus compinches y empezó a rodar alrededor del parque. Cada
pedalazo que realizaba en esa extraña bicicleta acrobática lo acercaba más y
más a la sensación del vacío absoluto. Ya poco le importa la gente que reía
detrás de él, el frío que le congelaba las manos, la falta de energía para
socializar, la poderosa soledad que lo abrumaba. Ahora, sumido en el más
profundo de los estados introspectivos, sentía como sus pies olvidaban la
realidad de los pedales, el paradigma de los zapatos y las medias, la costumbre
de mantenerse encerrados, limitados y hediondos a pecueca; entonces sus pies
empezaron a transformarse (simbólicamente) en la versión primigenia del órgano.
Primero fueron los pies de un Homo
Erectus, grandes, feos y peludos. Luego fueron los de un mono, con un pulgar
opuesto y la movilidad total de una mano. Después, se transformaron en una
pequeña garra mamífera, como la de los mapaches o las ratas, y así, de forma
involutiva fue transmutando sus realidades hasta llegar al protozoo primigenio,
el caldo de cultivo, el meteoro ancestral y antes de todo, LA NADA.
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