La última persona que me dio
afecto fue una desconocida que conocí en un aburrido recital de poesía. No
entiendo cómo, no entiendo por qué. Durante la noche ella estuvo con dos amigos
míos: a uno lo rechazó; con el otro anduvo abrazada hasta pasada la media
noche. Cuando el alcohol moría y los gorriones empezaban a cantar, quienes
quedábamos acordamos refugiarnos del frío de la madrugada en la casa de un
amigo que vivía en los alrededores. Caminamos y charlamos. Para mí la noche ya
había terminado y el balance era más bien positivo, sin haber sido una
victoria: Por un lado había conversado cómodamente con una chica con la que
siempre había querido hablar, por el otro intercambié algunos comentarios y
miradas sugestivas con la amiga de un amigo. Para ser sincero, no son cosas que
me pasen todos los días, ni mucho menos todas las veces que me embriago, así
que me sentía satisfecho.
A pesar de que la casa a la que
llegábamos era espaciosa, nuestro anfitrión nos hizo acomodarnos en el sillón
de la sala. No me voy a quejar, cualquier cosa es mejor que pasar a la
intemperie el frío de la madrugada. Eran alrededor de las 4 de la mañana del
domingo y a la casa entrabamos seis personas, tres hombres y tres mujeres,
contando al anfitrión. Luego de juguetear con el perro de la casa, un adorable
ejemplar por cierto, apagamos las luces y nos acomodamos cuatro personas en el
sillón. Yo quedé en uno de los extremos, la joven desconocida a mi lado, luego
mi amigo, con quien había estado abrazada toda la noche y por último la chica
con la que había charlado durante toda la noche. La otra chica se recostó en
una silla y el anfitrión subió a su habitación.
Nos recostamos como pudimos. Al
principio intenté mantener mi distancia, siguiendo la idea de que lo que se
comienza en una noche de borrachera se debe concretar en algún momento de la
madrugada. No quería interferir con el levante de mi amigo. De hecho, sentía
esa extraña combinación entre envidia y orgullo. Ella era preciosa, alta y
esbelta, sin muchos senos pero con unas buenas nalgas de las que nacían sus
largas piernas. Era de rasgos delicados, ojos grandes y nariz ligeramente
redondeada, usaba unas enormes gafas de marco dorado que se quitaba por
intervalos y tenía el pelo corto, como el de un niño, lo cual le daba un
atractivo aire andrógino. Por lo demás era sumamente interesante, decía tener
25 años, dato del que aun desconfío. Había terminado Economía, no sé en qué
prestigiosa universidad, y ahora se dedicaba a estudiar canto lirico. Durante
toda la noche estuvo observando nuestro comportamiento, como un etnógrafo. Casi
no habló, siempre nos dejaba parlotear a
nosotros… por eso yo le advertía constantemente que nosotros éramos una farsa,
lo más deplorable de la cultura. Ella respondía con condescendencia y me decía
que no me preocupara, que la estaba pasando bien. Eso me molestaba un poco y
luego de un rato de silencio me sentía obligado a preguntarle algo o a irme
corriendo hacía cualquier persona igual de patética a mí que quisiera charlar.
En fin, ella recostó su cabeza
sobre el torso de mi amigo, y creo que la otra chica también estaba recostada
sobre él, o el sobre ella. El caso es que después de un rato, no sé cómo,
terminé recostando mi cabeza contra ella. Y peor aún, no sé cómo demonios
terminamos tomados de la mano, en medio de la oscuridad, acariciándonos las
palmas de las manos. Más sorprendente aun, ella tomó nuestras manos enganchadas
y las puso en medio de sus piernas, un poco más arriba de sus rodillas,
mientras que con la otra mano me acariciaba la cabeza. “Tienes un cabello muy
suave” dijo mientras consentía mi cabeza. No sé qué respondí. Yo estaba
embelesado, un poco cansado y aun afectado por el alcohol. Con mi mano empecé a
juguetear entre sus piernas, acariciando sus rodillas juntas como si fueran una
vagina imaginaria. La tela de su pantalón era aterciopelada y la piel de sus
piernas era blanda y tibia. Metía mis
dedos, los sacaba y los giraba con suavidad en su entrepierna baja. Ella seguía
acariciándome la cabeza. Por un momento pensé que esto era una especie de masturbación
a distancia, cincuenta centímetros debajo de donde debería estar sucediendo o
una meta-masturbación, una masturbación simbólica, un acto erótico y secreto,
auspiciado por la oscuridad de la madrugada. Recostado en su regazo veía como
su abdomen se contraía una y otra vez, rítmicamente. Tan complacido como
frustrado pensaba que esta clase de cosas siempre suceden así, a medias, en
momentos completamente inconvenientes, en presencia de un montón de gente que
no debería estar allí.
Y luego empezó a amanecer. Una
luz mortecina empezaba a entrar desde las tejas translucidas del patio. Sin el
albergue de la oscuridad ya nada de este jugueteo tenía sentido. Saque mi mano,
abracé un cojín y me quedé dormido.
A las siete y media el anfitrión
nos despertó. Ya era hora de que nos fuéramos. Salimos algo aturdidos. Afuera
el sol brillaba y sus rayos calentaban con tibieza. Seguimos caminando hasta la
estación de bus más cercana. Charlamos y reímos todos un poco. Como yo vivo al
otro extremo de la ciudad, tuve que coger un bus solo, así que me despedí de
todos. Fue una despedida normal, como si en la madrugada no hubiera pasado
nada. No le pregunté ni si quiera el nombre, simplemente me monté en mi bus y
me fui. Nunca más la volví a ver.
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