O una narración extremadamente ociosa
La ventana de mi cuarto da hacia
las tejas del patio de los primeros pisos de apartamentos en donde vivo. En
este espacio, de aproximadamente 12 metros cuadrados, he logrado ver un par de
escenas interesantes. Y no me refiero a las que podrían protagonizar mis vecinos,
cuyas ventanas también dan hacia este patio y quienes protegen su accionar con
pesadas cortinas, sino a las que interpretan las aves del sector.
La sensación de soledad de este
lugar en las mañanas llega a ser opresora. Es el silencio de las áreas residenciales,
la soledad de las pocas ropas que cuelgan algunas amas de casa, el abandono de
los hogares por parte de las familias trabajadoras y estudiosas, son las no-acciones
que configura la sensación de muerte matutina. Yo, un madrugador del ocio, encuentro
mi único consuelo y compañía en las aves que vienen de paso a este minúsculo
espacio.
Si, han sido historias de pájaros
las que me han hecho pensar en los últimos días. La más reciente corresponde a
una pareja de torcazas que establecieron su nido en el soporte de una canaleta
para aguas lluvias. Ciertamente este es un espacio adecuado para montar un
nido, ya que allí he visto como en repetidas ocasiones otras parejas de
torcazas multiplican su progenie.
Sin embargo, esta parecía una pareja de padres primerizos. Durante los primeros días, y antes de la temporada de lluvias, las aves empezaron a traer todo el mobiliario necesario para el nido. Y aunque disto mucho de ser un ornitólogo consagrado, mis tímidas observaciones de barrio me han permitido establecer que el tiempo de construcción de un nido es mucho más corto que lo que estas aves se tomaron.
Sin embargo, esta parecía una pareja de padres primerizos. Durante los primeros días, y antes de la temporada de lluvias, las aves empezaron a traer todo el mobiliario necesario para el nido. Y aunque disto mucho de ser un ornitólogo consagrado, mis tímidas observaciones de barrio me han permitido establecer que el tiempo de construcción de un nido es mucho más corto que lo que estas aves se tomaron.
Para cuando el nido estaba
terminado, la temporada de lluvias comenzaba. Y aunque contento por mis nuevos
acompañantes, temía un poco por su suerte. Seguramente empollar en tan
difíciles condiciones de humedad y temperatura implicaría una mayor demanda
calórica y por lo tanto un esfuerzo mayor. Pensé en ayudarlos, pero mi
conciencia me detuvo, argumentando que este era el ciclo de la naturaleza y que
debía respetarlo, sin importar su desenlace.
A pesar de las difíciles
condiciones, la pareja logro llevar a feliz término la primera etapa de la
crianza. No obstante, me sorprendió ver que en el nido solo había un recién
nacido, cuando la regla general es una pareja o un trío de polluelos;
seguramente un huevo se había echado a perder. Ignorando esta pequeña tragedia,
me decidí a seguir observando cómo lidiaban con esta nueva criatura.
Por lo menos durante cuatro días
las cosas se dieron sin contratiempos. El polluelo chillaba, los padres
llegaban, lo alimentaban y le daban calor. Aunque llovía a cantaros, los padres
no dejaban sus puestos de guardia: se estaban comportando a la altura.
Pero al quinto día una sensación
de desconcierto me invadió: sin haber competencia el polluelo se había caído.
Me pregunté, ¿Cómo carajos
sucedió esta estupidez? Por lo que sé, cuando hay dos o más polluelos y la
competencia para sobrevivir se vuelve más intensa, una de las crías es empujada
fuera del nido y muere por el impacto contra el piso, dejando así el camino libre
para la criatura más fuerte. En este caso, y habiendo solo una cría, me pareció
increíble que se hubiera caído del nido. ¿Qué clase de movimiento brusco
cometieron los padres de la indefensa criatura? Ahora la pequeña ave chillaba
entre las tejas plásticas del patio de los vecinos, sin la protección del nido, ubicado unos cuantos metros más arriba.
Los padres, por ese poderoso
instinto natural que caracteriza a los seres vivos, siguieron proveyendo a la
criatura de comida. Refugiado en un pequeño agujero entre el desagüe y la teja,
la pequeña ave se acurrucó, mirando con miedo al extraño sujeto que salía de la
ventana de al frente únicamente para observar cómo sus padres le alimentaban. Afortunadamente
para todos, aquella noche no llovió, así que supongo que todos durmieron en
paz.
A la mañana siguiente, y antes de
salir a realizar mis tediosas responsabilidades, revisé el estado de la
familia. Vi que el polluelo seguía en la teja, y que por su plumaje seguramente
aun faltaban por lo menos un par de semanas para que llegara a volar. Les miré
con compasión, seguramente el pichón no alcanzaría a sobrevivir y los padres se
habrían esforzado en vano todas esas semanas. Entonces se despertó en mí un
dilema: ¿Debía ayudarlos? ¿Por qué habría yo de intervenir en el ciclo natural?
¿Quién era yo para demostrar compasión frente a una pareja de padres que habían
hecho mal su trabajo? ¿Qué derecho tenía yo para ponerme por encima de la
naturaleza? ¿Mi condición de ser humano, racional y cultural? ¿No sería cruel
mostrarme indiferente ante esta situación? ¿No era la vida de una pobre
inocente criatura la que corría peligro? Supongo que estas no son las
reflexiones que atormentan a la gente normalmente, pero en mi caso, la
intervención sobre el ciclo natural me pareció trascendente.
Y aunque mi mente resolvió dejar
que las cosas sucedieran como debían suceder (la respectiva muerte del pichón),
mis manos se encontraron lanzando pedazos de pan sobre las tejas, con el fin de
que los padres no tuvieran que esforzarse mucho en la recolección de comida
para dársela al pichón. Tristemente
aquellas torcazas tomaron mi acto con desconfianza, y volando hasta las tejas
más altas, observaron con atención mis movimientos al interior de mi
habitación, como esperando a que me lanzara sobre la indefensa cría. Frente a
tal indiferencia pensé que mejor me hubiera sido continuar en mi papel de
observador que haberme inmiscuido en los asuntos que no me competían. Monté mi
bicicleta y salí de mi casa, olvidando por completo el pequeño drama que dejaba
atrás.
En la noche, la lluvia, el
cansancio y el tedio me obligaron a llegar directamente a mi cama, sin tener
tiempo ni espacio para pensar en las aves que anidaban en el patio. Dormí como
un bebé aquella noche.
Con las primeras luces de la
mañana atravesando mi cortina verde, y los fuertes retorcijones que
caracterizan mi mala digestión, entré en una especie de sopor previo al despertar.
En medio de aquel estado alterado de la conciencia escuché unos golpecitos afuera,
como de un ave comiendo las migajas que se le dejan en la cornisa. De inmediato
pensé que los padres del pichón habían aceptado mi regalo y la crianza continuaba.
Entonces recordé que aquella noche había llovido torrencialmente y pensé en el
pobre pichón. ¿Habría sobrevivido a aquel diluvio? ¿El frío de la mañana lo
habría matado? ¿Sus padres se habrían encargado de protegerlo? Para la
tranquilidad de mi morbo todas las respuestas que necesitaba estaban a una
cortina de distancia.
Al correr la pesada cortina me di
cuenta que todos habían desaparecido, tanto el pichón como los padres. No había
cadáver. Es probable que los vecinos, dueños de la teja, hubieran recogido el cadáver
del pequeño polluelo para evitar malos olores. La canaleta de aguas lluvias
parecía vacía, y el pan que había tirado el día anterior ya no estaba allí. En
lugar de las torpes torcazas había una pareja de golondrinas acicalándose graciosamente
sobre las cuerdas para tender la ropa. Era como si la naturaleza me dijera que
podía ser tan bella como hostil.
Y en efecto, la naturaleza es una
construcción caótica.
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