Ignacio estiró el brazo, detuvo el bus y se montó. Luego de pagar, se
percató que había asientos libres, así que se dio el lujo de elegir el que más
le gustara. Justo al lado de la puerta, dándole la espalda a la ventana, había
una de esas sillas que están puestas de forma perpendicular con respecto al
resto de asientos. Era una de esas excepciones a la norma, uno de esos puestos
que agregan los conductores para maximizar la producción del cacharrito
(monumental caja de latas, tétanos y soldadura), un intento desesperado y
compulsivo por llenar el espacio vacío.
Inmediatamente Ignacio supo donde debía sentarse. Desde pequeño había
tenido la obsesión de ocupar estos asientos, o los que estaban colocados de
espaldas, ya que disfrutaba el sentir como el vehículo se movía de lado o en
reversa. Una vez cómodo en el asiento elegido, sacó su nueva adquisición (un
robo descarado de hace unos minutos en una librería), una preciosa versión de La Peste de Camus. Antes de rasgar el
platico que lo protegía disfruto de la ilustración que se dibujaba en la
portada. Un cráneo humano dibujado en carboncillo con trazos violentos que
expresaban parte de la desesperación que seguramente encontraría dentro.
Ignacio pasó su mano sobre la portada, se perdió entre pensamientos, entrecerró
los ojos y en medio de un lapsus cayó dormido.
Y no fue por alguna obra mágica, hechicería o burundanga presente en el
libro. La verdad es que Ignacio, no tan juicioso estudiante, llevaba
aproximadamente tres días sin haber dormido bien. La suma total de horas
descansadas no superaba las cinco, contando cortos trayectos de bus y siestas
furtivas en plena clase. Por esta razón, y ya habiéndose agotado sus reservas
de cafeína, cualquier momento de distracción en una posición relativamente
cómoda lo sumía en una suerte de alucinación somnífera que no podía combatir.
Así que, explayado sobre una silla anormal, Ignacio se quedó dormido. No
fue sino hasta cuando sintió que el libro se le deslizaba de entre las manos
que despertó. Para entonces todas las sillas del bus ya se habían ocupado, a
pesar de no haber dormido más de cinco minutos. Intentando reintegrarse a la
realidad Ignacio se dio cuenta de la mirada furtiva de una jovencita rubia que
iba de pie. “Que belleza” pensó “Así si vale la pena seguir cogiendo bus”. La
chica, perfectamente proporcionada y bien dotada, movió inmediatamente la
mirada hacia otro sitio, la ventana, el paisaje, los pasajeros, pero no
Ignacio. Mientras ella lo ignoraba, el se ocupaba de hacer la labor de
reconocimiento visual propio del género masculino. Imaginó, midió, sopeso, quitó
y puso en unas cuantas milésimas de segundo.
Mientras realizaba el paneo, ella lo miró de nuevo. Esta vez sus miradas
se encontraron por unos cuantos segundos y ella volvió a quitarla. A Ignacio le
encantaban estos juegos de ojos. Entonces se hizo el desentendido. Observaba su
libro, daba una vuelta por las calcomanías pegadas en la ventana del conductor,
miraba al resto de pasajeros, las sillas mugrosas, pero todo alrededor de la
muchacha, usando su mirada periférica para chocar sus ojos contra los de ella
cuando lo mirara. Ignacio era todo un estratega en este aspecto, pues la
técnica, además de ser efectiva, aseguraba un halo de aparente desinterés y
casualidad en las miradas que se buscan sin querer ser obvias.
Así se mantuvieron, jugando con las miradas, hasta que ella arrojó una
sonrisa al campo. ¿Qué mejor motivación que le sonrían a uno? Ignacio
casi se muere de la dicha, se le subió el color a la cara y sonrío como
respuesta. Inmediatamente ella dio la espalda y se empezó a dirigir hacia la
salida. Ignacio vio con algo de tristeza y desilusión como todo su castillo de
naipes se derrumbaba y como volvía a ser un pobre pasajero más.
La tristeza no le duro demasiado, ya que al salir del idilio del juego,
vio por la ventana que la parada donde debía bajarse estaba cerca y que,
justamente, la chica rubia también se disponía a bajarse allí. La situación
pintaba para un buen desenlace.
El bus se detuvo y el bajó primero para darle la mano, colaborarle para
bajar y así hablarle de una buena vez. “Soy todo un caballero” pensó Ignacio
mientras le extendía el brazo “la reina de Inglaterra debería darme un título
nobiliario”. Una vez hubieron bajado los dos, y el bus se hubo marchado, el
rostro de la rubia, en lugar de dibujar una tierna sonrisa, que era lo que
esperaba Ignacio, empezó a formar una expresión de risa incontenible. Los
músculos del glorioso rostro de la rubia estallaron en una estruendosa
carcajada que Ignacio no comprendió.
Al mirar el pobre rostro de sorpresa y amargura que puso Ignacio, la
rubia se compadeció y le dijo entre risas “Mira, muy bonito todo, estas como
simpático, pero antes de ponerte a coquetear asegúrate de traer la ropa al
derecho”. Dicho esto ella dio vuelta y se fue.
Cuando Ignacio llegó a su casa, corrió a verse en el espejo y
efectivamente se había puesto la camiseta al revés. Una gran marquilla blanca
se asomaba por el lado derecho de la prenda, y recordó que, justo esa mañana,
casi se queda dormido mientras se vestía.
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