sábado, 5 de abril de 2014

Ojo-Silla-Camiseta

Ignacio estiró el brazo, detuvo el bus y se montó. Luego de pagar, se percató que había asientos libres, así que se dio el lujo de elegir el que más le gustara. Justo al lado de la puerta, dándole la espalda a la ventana, había una de esas sillas que están puestas de forma perpendicular con respecto al resto de asientos. Era una de esas excepciones a la norma, uno de esos puestos que agregan los conductores para maximizar la producción del cacharrito (monumental caja de latas, tétanos y soldadura), un intento desesperado y compulsivo por llenar el espacio vacío.
Inmediatamente Ignacio supo donde debía sentarse. Desde pequeño había tenido la obsesión de ocupar estos asientos, o los que estaban colocados de espaldas, ya que disfrutaba el sentir como el vehículo se movía de lado o en reversa. Una vez cómodo en el asiento elegido, sacó su nueva adquisición (un robo descarado de hace unos minutos en una librería), una preciosa versión de La Peste de Camus. Antes de rasgar el platico que lo protegía disfruto de la ilustración que se dibujaba en la portada. Un cráneo humano dibujado en carboncillo con trazos violentos que expresaban parte de la desesperación que seguramente encontraría dentro. Ignacio pasó su mano sobre la portada, se perdió entre pensamientos, entrecerró los ojos y en medio de un lapsus cayó dormido.
Y no fue por alguna obra mágica, hechicería o burundanga presente en el libro. La verdad es que Ignacio, no tan juicioso estudiante, llevaba aproximadamente tres días sin haber dormido bien. La suma total de horas descansadas no superaba las cinco, contando cortos trayectos de bus y siestas furtivas en plena clase. Por esta razón, y ya habiéndose agotado sus reservas de cafeína, cualquier momento de distracción en una posición relativamente cómoda lo sumía en una suerte de alucinación somnífera que no podía combatir.
Así que, explayado sobre una silla anormal, Ignacio se quedó dormido. No fue sino hasta cuando sintió que el libro se le deslizaba de entre las manos que despertó. Para entonces todas las sillas del bus ya se habían ocupado, a pesar de no haber dormido más de cinco minutos. Intentando reintegrarse a la realidad Ignacio se dio cuenta de la mirada furtiva de una jovencita rubia que iba de pie. “Que belleza” pensó “Así si vale la pena seguir cogiendo bus”. La chica, perfectamente proporcionada y bien dotada, movió inmediatamente la mirada hacia otro sitio, la ventana, el paisaje, los pasajeros, pero no Ignacio. Mientras ella lo ignoraba, el se ocupaba de hacer la labor de reconocimiento visual propio del género masculino. Imaginó, midió, sopeso, quitó y puso en unas cuantas milésimas de segundo.
Mientras realizaba el paneo, ella lo miró de nuevo. Esta vez sus miradas se encontraron por unos cuantos segundos y ella volvió a quitarla. A Ignacio le encantaban estos juegos de ojos. Entonces se hizo el desentendido. Observaba su libro, daba una vuelta por las calcomanías pegadas en la ventana del conductor, miraba al resto de pasajeros, las sillas mugrosas, pero todo alrededor de la muchacha, usando su mirada periférica para chocar sus ojos contra los de ella cuando lo mirara. Ignacio era todo un estratega en este aspecto, pues la técnica, además de ser efectiva, aseguraba un halo de aparente desinterés y casualidad en las miradas que se buscan sin querer ser obvias.
Así se mantuvieron, jugando con las miradas, hasta que ella arrojó una sonrisa al campo. ¿Qué mejor motivación que le sonrían a uno? Ignacio casi  se muere de la dicha, se le subió el color a la cara y sonrío como respuesta. Inmediatamente ella dio la espalda y se empezó a dirigir hacia la salida. Ignacio vio con algo de tristeza y desilusión como todo su castillo de naipes se derrumbaba y como volvía a ser un pobre pasajero más.
La tristeza no le duro demasiado, ya que al salir del idilio del juego, vio por la ventana que la parada donde debía bajarse estaba cerca y que, justamente, la chica rubia también se disponía a bajarse allí. La situación pintaba para un buen desenlace.
El bus se detuvo y el bajó primero para darle la mano, colaborarle para bajar y así hablarle de una buena vez. “Soy todo un caballero” pensó Ignacio mientras le extendía el brazo “la reina de Inglaterra debería darme un título nobiliario”. Una vez hubieron bajado los dos, y el bus se hubo marchado, el rostro de la rubia, en lugar de dibujar una tierna sonrisa, que era lo que esperaba Ignacio, empezó a formar una expresión de risa incontenible. Los músculos del glorioso rostro de la rubia estallaron en una estruendosa carcajada que Ignacio no comprendió.   
Al mirar el pobre rostro de sorpresa y amargura que puso Ignacio, la rubia se compadeció y le dijo entre risas “Mira, muy bonito todo, estas como simpático, pero antes de ponerte a coquetear asegúrate de traer la ropa al derecho”. Dicho esto ella dio vuelta y se fue.

Cuando Ignacio llegó a su casa, corrió a verse en el espejo y efectivamente se había puesto la camiseta al revés. Una gran marquilla blanca se asomaba por el lado derecho de la prenda, y recordó que, justo esa mañana, casi se queda dormido mientras se vestía.   

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