jueves, 24 de abril de 2014

Llovizna

Luego de varios minutos de melancolía, S se pone de pie, sacude su camiseta y sale de la habitación cerrando la puerta tras de sí. En el suelo, aún quedan pequeños rastros de su asfixiante tristeza y sobre la cama, cuatro inexpresivas figuras de cera. Sin musitar palabra S se marcha de ahí, simplemente para evitar hacer el ridículo.

Después de tanto tiempo, S podría auto-denominarse como curado, pero el enunciarlo haría de él un mentiroso. El infecto sentimiento carroñero aun corroe sus frágiles entrañas.

Agotado se sienta en la banca de un parque solitario. No puede evitar pensar en Sábato. Los parques, la ciudad, la paranoia, la pesada tristeza. Cierra los ojos e intenta combatir el extraño mareo que lo ataca después de realizar caminatas largas; en este caso, después de haber huido.

Sobre sus poros transpirantes cae una minúscula gota de lluvia. Abre los ojos y las dinámicas de un nuevo mundo se revelan ante él. Todas las pequeñas cosas del universo dando y recibiendo energía, conectándose unas con las otras según la naturaleza de su espíritu. Las briznas de pasto arraigándose en la tierra, absorbiendo el agua, los minerales, creciendo hacia el sol. El ladrillo compenetrado en el más duro cemento, las minúsculas rocas rojas que se escapan del todo para ser pisoteadas, trituradas, multiplicadas y transformadas en polvo. Los guiños imperceptibles, el juego de tensiones que se mantienen en continuo cambio. Contactos de milésimas de segundo, roces casi imperceptibles, transmutaciones de energía, esparcimientos, agrupaciones y repulsiones.

La mierda que pisa S, que se extiende en el área de la suela, que hiede en su nariz. El evento desafortunado que simplemente hace parte de las atracciones energéticas de su  –triste, miserable y desencantado- ser.

Mientras S limpia su zapato contra el borde de un andén piensa con detenimiento sobre esa nueva perspectiva de mundo perceptible. “Así mismo funcionan las personas” dice mientras sacude con violencia el pobre zapato azul “Aquellas llamas que vio el viejo desde el cielo, solo que estableciendo relaciones lógicas entre ellas.” Se detiene por un momento, mira con detenimiento el zapato que aun tiene mierda entre los delgados surcos de la suela “Miento, no son relaciones lógicas. Son todo menos eso, son lazos de emotividad y energía”  

El pie de nuevo dentro del zapato. Violentas sacudidas y el deber de continuar la huida, la caminata hacia su refugio. El tema de las relaciones energéticas lo tiene imbuido “Entonces yo vengo a ser un tótem, en mi convergen no las energías, pero si las extensiones, las continuaciones y reminiscencias de las energías personales” Su ritmo es firme, sus pasos son largos, su razonamiento se deshace de conjunciones, de vacíos semánticos “Tótem silente de energías ajenas, árbol solitario, milenario. ¿infección mental?” Casi esta trotando, respira fuerte, su corazón esta exaltado, la llovizna cae uniforme y él se la lleva por delante “Metaestructuras no-lógicas, conductas erróneas, intentos agónicos de supervivencia, desconexión…” Llega a la esquina, frena en seco y se resbala. Tambalea, se agarra de un árbol, cruza la calle y continua “¿Problemas de índole psicoanalítica? ¿Errores de crianza? ¿Frustraciones inconscientes? Terrenos inexplorables para esta conciencia. Terror de no poder transformarse. Miedo y muerte.”

Finalmente S se detiene en seco frente a la puerta metálica que es su hogar y refugio. Saca unas llaves dobladas y abre. Un sonido de oxido y tiempo rechina en la sala desocupada. Entra y se dirige a su habitación, en silencio y con la mente en blanco, aparentemente tranquilo. Abre su rota puerta de madera y se sienta al borde de la cama. Mira a su derecha y ahí están, estáticas, sobre su cama, cuatro inexpresivas figuras de cera.


Llora, y sus lágrimas son pequeñas astillas que le hieren los ojos, que se pegan a su camiseta, que se esparcen por todo el suelo. "Que reguero" Una vez calmado y en silencio, S se marcha de ahí, simplemente para evitar hacer el ridículo.

miércoles, 23 de abril de 2014

CÁNCER DE PULMÓN y el tribunal que juzgó al Dios de los mortales



Creo que he superado una marca mundial
Debería  escribirse con mordiscos  en los libros de los Guiness records:
Fumé algo más de diez mil cigarrillos
¿La causa?
La maldita necesidad de los besos y el sexo de una mujer
Que camina descreída mientras otorga monólogos a su contraparte
Pues ella cree que en sus pies se cosen algo más que las uñas
Juzga a Dios por su inminente torpeza
Por abandonar al mundo
Por devorar a los pobres
Por enseñorear la culpa
Por  injuriar a los que aman
Y sobre todo porque aunque dicen que existe
Por estos lados no se aparecido hasta el momento.
Mientras esgrime su cortaúñas se habla a sí misma en tono cálido
Y creo que me ofrece unas cuantas palabrotas
Y a continuación pone sus manos en su boquita
Y dicta un terrible veredicto:
No es más que una sombra
Que fuma millares de cigarrillos
Que se entretiene hablando mal de si mismo
Y que atrapa policías de la mente y los envuelve en el colchón que le regaló su abuelita.
¿Entonces por qué quiero besarle los ojos?

Debe ser que es un vidente, debe ser eso…

sábado, 5 de abril de 2014

Ojo-Silla-Camiseta

Ignacio estiró el brazo, detuvo el bus y se montó. Luego de pagar, se percató que había asientos libres, así que se dio el lujo de elegir el que más le gustara. Justo al lado de la puerta, dándole la espalda a la ventana, había una de esas sillas que están puestas de forma perpendicular con respecto al resto de asientos. Era una de esas excepciones a la norma, uno de esos puestos que agregan los conductores para maximizar la producción del cacharrito (monumental caja de latas, tétanos y soldadura), un intento desesperado y compulsivo por llenar el espacio vacío.
Inmediatamente Ignacio supo donde debía sentarse. Desde pequeño había tenido la obsesión de ocupar estos asientos, o los que estaban colocados de espaldas, ya que disfrutaba el sentir como el vehículo se movía de lado o en reversa. Una vez cómodo en el asiento elegido, sacó su nueva adquisición (un robo descarado de hace unos minutos en una librería), una preciosa versión de La Peste de Camus. Antes de rasgar el platico que lo protegía disfruto de la ilustración que se dibujaba en la portada. Un cráneo humano dibujado en carboncillo con trazos violentos que expresaban parte de la desesperación que seguramente encontraría dentro. Ignacio pasó su mano sobre la portada, se perdió entre pensamientos, entrecerró los ojos y en medio de un lapsus cayó dormido.
Y no fue por alguna obra mágica, hechicería o burundanga presente en el libro. La verdad es que Ignacio, no tan juicioso estudiante, llevaba aproximadamente tres días sin haber dormido bien. La suma total de horas descansadas no superaba las cinco, contando cortos trayectos de bus y siestas furtivas en plena clase. Por esta razón, y ya habiéndose agotado sus reservas de cafeína, cualquier momento de distracción en una posición relativamente cómoda lo sumía en una suerte de alucinación somnífera que no podía combatir.
Así que, explayado sobre una silla anormal, Ignacio se quedó dormido. No fue sino hasta cuando sintió que el libro se le deslizaba de entre las manos que despertó. Para entonces todas las sillas del bus ya se habían ocupado, a pesar de no haber dormido más de cinco minutos. Intentando reintegrarse a la realidad Ignacio se dio cuenta de la mirada furtiva de una jovencita rubia que iba de pie. “Que belleza” pensó “Así si vale la pena seguir cogiendo bus”. La chica, perfectamente proporcionada y bien dotada, movió inmediatamente la mirada hacia otro sitio, la ventana, el paisaje, los pasajeros, pero no Ignacio. Mientras ella lo ignoraba, el se ocupaba de hacer la labor de reconocimiento visual propio del género masculino. Imaginó, midió, sopeso, quitó y puso en unas cuantas milésimas de segundo.
Mientras realizaba el paneo, ella lo miró de nuevo. Esta vez sus miradas se encontraron por unos cuantos segundos y ella volvió a quitarla. A Ignacio le encantaban estos juegos de ojos. Entonces se hizo el desentendido. Observaba su libro, daba una vuelta por las calcomanías pegadas en la ventana del conductor, miraba al resto de pasajeros, las sillas mugrosas, pero todo alrededor de la muchacha, usando su mirada periférica para chocar sus ojos contra los de ella cuando lo mirara. Ignacio era todo un estratega en este aspecto, pues la técnica, además de ser efectiva, aseguraba un halo de aparente desinterés y casualidad en las miradas que se buscan sin querer ser obvias.
Así se mantuvieron, jugando con las miradas, hasta que ella arrojó una sonrisa al campo. ¿Qué mejor motivación que le sonrían a uno? Ignacio casi  se muere de la dicha, se le subió el color a la cara y sonrío como respuesta. Inmediatamente ella dio la espalda y se empezó a dirigir hacia la salida. Ignacio vio con algo de tristeza y desilusión como todo su castillo de naipes se derrumbaba y como volvía a ser un pobre pasajero más.
La tristeza no le duro demasiado, ya que al salir del idilio del juego, vio por la ventana que la parada donde debía bajarse estaba cerca y que, justamente, la chica rubia también se disponía a bajarse allí. La situación pintaba para un buen desenlace.
El bus se detuvo y el bajó primero para darle la mano, colaborarle para bajar y así hablarle de una buena vez. “Soy todo un caballero” pensó Ignacio mientras le extendía el brazo “la reina de Inglaterra debería darme un título nobiliario”. Una vez hubieron bajado los dos, y el bus se hubo marchado, el rostro de la rubia, en lugar de dibujar una tierna sonrisa, que era lo que esperaba Ignacio, empezó a formar una expresión de risa incontenible. Los músculos del glorioso rostro de la rubia estallaron en una estruendosa carcajada que Ignacio no comprendió.   
Al mirar el pobre rostro de sorpresa y amargura que puso Ignacio, la rubia se compadeció y le dijo entre risas “Mira, muy bonito todo, estas como simpático, pero antes de ponerte a coquetear asegúrate de traer la ropa al derecho”. Dicho esto ella dio vuelta y se fue.

Cuando Ignacio llegó a su casa, corrió a verse en el espejo y efectivamente se había puesto la camiseta al revés. Una gran marquilla blanca se asomaba por el lado derecho de la prenda, y recordó que, justo esa mañana, casi se queda dormido mientras se vestía.   

martes, 1 de abril de 2014

Involución

S se quedó a fumarse un porro. Después de un par de pitadas empezó a sentir la insustancialidad del mundo circundante. Sus pies, sus brazos, su cara enrojecida por el frío, toda su materia corpórea se veía reducida a una masa flotante en medio de un universo colosal lleno de obscuridad. Ensimismado, S tomó una de las bicicletas que yacían sobre el pastizal, miró a sus compinches y empezó a rodar alrededor del parque. Cada pedalazo que realizaba en esa extraña bicicleta acrobática lo acercaba más y más a la sensación del vacío absoluto. Ya poco le importa la gente que reía detrás de él, el frío que le congelaba las manos, la falta de energía para socializar, la poderosa soledad que lo abrumaba. Ahora, sumido en el más profundo de los estados introspectivos, sentía como sus pies olvidaban la realidad de los pedales, el paradigma de los zapatos y las medias, la costumbre de mantenerse encerrados, limitados y hediondos a pecueca; entonces sus pies empezaron a transformarse (simbólicamente) en la versión primigenia del órgano. Primero fueron los pies de un Homo Erectus, grandes, feos y peludos. Luego fueron los de un mono, con un pulgar opuesto y la movilidad total de una mano. Después, se transformaron en una pequeña garra mamífera, como la de los mapaches o las ratas, y así, de forma involutiva fue transmutando sus realidades hasta llegar al protozoo primigenio, el caldo de cultivo, el meteoro ancestral y antes de todo, LA NADA.