El poeta, aquella figura borrosa que supuestamente
encontramos en las estanterías de las bibliotecas, en algunos eventos
culturales, en los parques con forma de bustos, e inclusive, en centros de
rehabilitación o en fiestas perpetuas. La
pregunta es: ¿Quién es realmente el poeta? Al igual que con el “artista”, hay
toda una discusión ontológica y literaria alrededor de esta figura. ¿Es quien escribe
poesía? ¿Es algún emisario de las fuerzas místicas de la belleza y el deseo? ¿Es
una forma de vida que implica pasión y autodestrucción? Aun más, ¿Se es poeta solo
cuando se reconoce socialmente como tal, o antes? Para esta clase de
interrogantes, al igual que la de “Dios”, es mejor simplemente decir lo que no
es.
Hace un muy buen tiempo, y en el proceso de descarte, empecé
a observar a las personas de mi entorno, su actitud frente a la vida, a la
literatura y a las personas; por ultimo me examiné a mí. En un principio me
consideré poeta, elegido por no sé qué fuerza mística para escribirle tanto a
las cosas más grandes como las más
cotidianas de la vida y para comunicárselas al resto de los mortales. Nunca
había estado tan equivocado. Luego habría de darme cuenta que no era tan
especial ni tan brillante como había creído en un principio. Todo gracias a una
Femme Fatale (como dirían los poetas
o los intelectuales) quien me hizo caer en cuenta del error en el que estaba, y
me permitió repensar el concepto de poeta.
Como ya dije, en ese momento consideraba al poeta como
un sujeto que ostentaba el poder de la “palabra mágica” en el sentido de que además
de exaltar la belleza de las cosas, también podía evocar sentimientos y emociones
en las personas normales. Resulta que en esa época yo sostenía una relación un
tanto tormentosa con una compañera. Por esas cuestiones de la vida yo solía
visitarla con frecuencia a su casa, en donde mantenía durante todo el día el
resto de su familia. Lo interesante, es que aprovechábamos el trayecto entre la
portería del conjunto y su apartamento para darnos pequeñas y sustanciosas
muestras de cariño. Luego de haber pasado una tarde en su casa, bajamos al zaguán
de su edificio y nos sentamos en una pequeña escalera a “charlar” con más
intimidad.
Los besos iban y venían. Ambos, con los ojos cerrados,
estábamos dichosos. Un rato muy bueno. En mi mente, el pequeño imaginario de
poeta saltaba de la dicha celebrando ese candente logro. En ese momento, el
poeta se arma de maricadas y sabotea el panel de control cerebral. Sin nadie
que defendiera mi raciocinio, y justo en el momento que separamos las bocas
para tomar aire, empiezo a declamar unos verso inventados. Inmediatamente todo
el ambiente que se habíamos formado se rompió y ella empezó a reír a
carcajadas. En mi estomago la sensación
de vergüenza, en mi cabeza los organismos de seguridad mataban al poeta a punta
de golpes, y al frente mío, ella se rompía de la risa.
Yo me reía junto a ella, para no sentirme avergonzado,
para intentar asimilar lo que había pasado. ¿No era yo el poeta poderoso? ¿No
podía yo evocar las más maravillosas sensaciones del mundo? ¿No era yo especial?
¡Claramente no! El poeta que yo llevaba dentro no era más que una gran farsa
alimentada por toda la mierda que había consumido mi cerebro. Me había
estrellado con la realidad y el idiota no sobrevivió. No tenía porque hacerlo,
él era toda una mentira.
Fue en ese momento en el que me baje de la nube. Yo no
era nadie especial, ni un elegido ni nada parecido. Yo era un tipo normal, con situaciones
normales que no ameritaban tanto drama, uno más entre miles de millones que se
creían poetas, que tramaban mujeres a punta de versos chimbos, y yo ni si
quiera eso podía hacer.
Después de haber reaccionado, intente volver a
besarla, intentando olvidarme de aquel pequeño sujeto que me había hecho quedar
como un idiota. Ese día ella no quiso volver a besarme, fue como si de chico interesante
hubiera pasado a ser un payaso… ¿Y quién
quiere besarse con un payaso?
Al salir de su conjunto y dirigirme hacia mi casa pensé
en lo ridículo que había sido, y en el ridículo que hacen día a día muchas
personas que se creen poetas, pero que no son más que un puñado de imbéciles e
ilusos con el ego hinchado solo porque se creen especiales. Pensé en las paginas de Facebook, en los hipsters de Twitter, en los idiotas que se inyectaban en nombre de la poesía. ¿Eran esos los poetas? Al parecer si, esos farsantes eran los poetas que nos tocaban. Y bueno, había que vivir con ellos.
En los días siguientes pude seguir confirmando que no
era un poeta, y que por lo tanto no tenía que preocuparme por tener grandes
aspiraciones poéticas, o desperdiciar mi vida en una actividad que seguramente
me mataría de hambre. Desde entonces, he estado buscando conocer a un poeta
real, sin tanto espectáculo ni drama, simplemente una persona normal que sepa
hacer lo que se supone se hace con la poesía.